La importancia de verse – Pedro Belmonte Pebeltor (2020)

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Tal vez señalar a Pompeya, como a toda esa Italia, no sea más que un guiño premeditado para revivir la historia que nunca hemos tenido, esa historia tan verdadera y falsa al mismo tiempo. Ahora bien, la vida perfecta es así: real.
Y sucedió. La pandemia del COVID-19 entró inquisitoriamente en medio mundo, y más tarde y de mejor o peor modo en el otro, pero hacia Nápoles (donde el Vesubio), cuando a otros muchos les dio por vivir, ellos ya llevaban varias vidas. Así pues, se fueron cobrando su comisión mientras los muertos se sucedían. Además, siguieron viviendo tal y como eran: unos, un pedazo de carne teñida; otros, cayendo en la tentación de la justica exacta asistiendo con cotidianidad a ese tumulto escandaloso de las conversaciones y los amores en cuarentena.
Fabrizio y Nicoletta suspiraron a medias. Se quisieron querer, más quizás les faltaron entrañas y les restaron empaque sus trabajos de funcionario y de farmacéutica. Ya en los primeros renglones su amor no fue virgen. Se dieron cuenta. Lo suyo no fue una mera especulación imaginativa; se conocían de antes, del instituto, y no por ello, ella se dio a la necesidad reproductiva, ¿o sí?
En Pompeya, los verdaderos dueños del cielo tenían claro dónde encontrarlo. Les gustaba hacer negocios; y pegarles fuego a las cosas: su segundo sexo. También las putas. Solo a través del engaño y del adulterio podían demostrar que no eran esclavas de nadie y desmentir las pretensiones del macho.
A todo eso, dándole la impresión a mucha gente que les faltaba algo, porque miraban hacia fuera al estar confinados. A ello nos evocó el devenir biológico de la existencia. A querer algo más que un marido, unos hijos y una casa. Ha hacerse con todos los despojos, dominando el secreto del reciclaje.

Y no dejando de ser un relato que obedece a la verdad, solo que la verdad desnuda hay que representarla, para lo cual nos ayuda el libro del Doctor Zhivago, inmutable y vigoroso ante todo progreso social sin perder un ápice de elegancia, pues la verdad puede llegar a ser vulnerable, desgarradora y horrorosa, pero cierta.
Si el virus llegó a ser tal que unas tenazas negras y sólidas enganchándose a una yaga en la encía de cualesquiera, el soportable dolor de Pompeya no era menos, sabiendo del umbral de la explotación y de la vida. Su deber se convirtió en legitimarse a sí mismos. Pero no, no se trataba de un supuesto equilibrio de generosidades, cada cual sobrevivió como mejor pudo y, si el amor no existió, tan solo la necesidad razonable de una compañera ya dio su fruto. Nápoles no era el perturbador significado de algo malo, de hombres y de una tierra donde existía una fuerte presión para que ellas se mostrasen follables y dignas de ser amadas. Esa región era el lugar donde daba la impresión que siempre les faltaba algo y a lo mejor es que lo tenían todo.
Desde esa perspectiva se observa la evolución de la pandemia, con toda su crítica social, desde los pueblos pequeños hasta lo más grande: Roma. Ese virus y lo de antes, que convirtió multitud de vidas en muñecas sin expresión.

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